Guardo mis manos donde el mundo no pueda verlas y mis ojeras se deslizan hasta la altura de los labios. Tuerzo y entrevero mis piernas en nudos sangrientos que no terminan en nada, que no terminan de gritar todo lo que tengo para gritar. Soy y siempre seré aquello que no puede verse al espejo. Cuando no quede lugar el cual evitar voy a desgarrarme contra mis paredes, segregando telarañas, haciéndome uno con los lugarcitos oscuros entre los ladrillos. Cuando mi pecho no sea nada más que un capullo quedará cortarlo a la mitad para que mis entrañas, hechas hijos e inmundicia, lloren y griten en contra de la voluntad de existir; el parto enredado.

Soy el reflejo kaleidoscopio en todos los ojos que no me ven y todos los oídos que no me escuchan. Existo en muchísimos colores, aunque brevemente. Muero para volver a nacer prometiendo pureza, pero no hay nada y nunca lo habrá. Cada invierno mi cuerpo carcasa muda la piel, la perfuma y la exhibe cual media agujereada. Pero en realidad, de forma pecaminosa, no existo.

Me arrepiento y caigo en mis rodillas rogando que algo me tenga misericordia, grito hasta quedarme sin voz y me tiro del cabello, golpeando mi cabeza contra la baldosa hasta sentirme gracioso. Mi ser entero arde y se retuerce ante el pensamiento de ser entendido y amado por algo, incluso si no lo puedo ver ni conocer. Lloro de felicidad al contemplar tal posibilidad y mis costillas comienzan a apretar mis entrañas hasta que todos mis interiores salen por mis orificios. Comienza a llover y mis sesos se esparcen por todos lados y me vuelvo uno con el suelo.


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