Franco perdió la vista del ojo izquierdo en su primera misión para ROJO por uno de esos azares que da la vida. Lo que no sabía, sin embargo, era que con él se iban a ir incontables memorias y sentimientos, como si el mundo le quisiera dar un golpe bajo por darle la espalda.
Pasó en una tarde despejada en la ciudad de Cienfuegos: ya estaba hace tres horas con el rifle entre sus manos, cañón asomándose por el pequeño espacio entre dos tablas de madera astilladas y podridas. Lo único en el aire era el polvo y su propia respiración pesada y cavernaria. Había tenido suerte, pues aquel edificio abandonado daba directamente con la sede de lo que El Comandante llamó “Un escuadrón de pendejos compingas” – Gente que él quería fuera del mapa. Franco, por supuesto, no iba a cuestionarlo.
Tenía la mira clavada en el balcón del último piso esperando a que un tal Enrique asomara la cabeza. Paciente, expectante, como una planta carnívora, un depredador. El habano entre sus labios humeó en espirales mientras él lo daba vueltas con la punta de su lengua paulatinamente.
Se había impresionado mucho cuando le enseñaron una fotografía suya antes de la misión, pues era un anciano lleno de cicatrices y con la piel seca como la de un caimán. Franco no entendía cómo es que habían hombres que podían vivir más de lo que Dios había planeado para ellos,
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